LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO SERVICIO PÚBLICO (versión extendida) #EAServicioPúblico

Este texto es una cesión de Miguel Pardellas Santiago y Pablo Á. Meira Cartea

Miguel es Socio de la Cooperativa sin ánimo de lucro Feitoría Verde (miguelpardellas@feitoriaverde.com) y Pablo es profesor titular en la Facultad de CC. de la Educación de la Universidade de Santiago de Compostela (pabo.meira@usc.es).

Ambos son miembros del Grupo de Investigación en Pedagoxía Social e Educación Ambiental (SEPA-interea)

Nota previa de los autores:

A raíz de los correos que recibimos después de la publicación de la primera versión de este artículo (https://praza.gal/opinion/a-educacion-ambiental-como-servizo-publico), decidimos revisar algún párrafo y añadir un último apartado de “política ficción”, con propuestas especificas para la incorporación de la EA como servicio público de facto.

Este trabajo de concreción tenía también su motivación en la publicación del texto en la “Firma del Mes” de la Carpeta Informativa del CENEAM correspondiente a octubre de 2020. A día de hoy (30/11/2020), esta Carpeta no ha visto la luz, como tampoco la correspondiente al mes de noviembre. Según parece, alguien en el laberinto de la administración del Estado ha decidido paralizar la edición de la Carpeta. Quizá haya sido casualidad o quizá no, que este interruptus haya coincidido con la publicación de nuestro ensayo, quién sabe (acaso sería mejor decir, ¿quién lo sabe?), pero lo cierto es que ha sido así. Ya sería un enorme despropósito que para matar una pulga se cargasen a todo el elefante… Hay que aclarar que en este extraño suceso no hay responsabilidad alguna del personal del CENEAM que, como siempre, ha actuado de la mejor manera posible. Lo ocurrido refuerza, tristemente, el panorama gris, casi negro, del engarce de la EA en las políticas públicas del estado. Sin peso estructural, sin recursos y, si te mueves, no sales en la foto.

Paradójicamente, el hecho de que este texto no haya podido ver la luz en la Carpeta del CENEAM, refuerza la tesis central que en él se defiende: la consideración de la EA como un servicio público fundamental para el impulso de la transición socio-ecológica que precisa iniciar la sociedad española y la humanidad en su conjunto para convivir en una biosfera cuyos equilibrios hemos trasgredido hasta el punto de amenazar la dignidad de nuestra existencia. Esperemos que lo que pretendía ser una reivindicación de la EA como servicio público no acabe por convertirse en el epitafio del CENEAM; un ejemplo de cómo este desiderátum se puede concretar con inteligencia -también emocional-, empatía y capacidad de liderazgo en un Estado plural y complejo como es el español.


Como otros muchos ámbitos sociales y profesionales, el de la Educación Ambiental (EA) observa con preocupación más que legítima el escenario que se presenta en los próximos meses. Aún con muchas incógnitas, ni los proyectos ni las actividades enmarcadas en lo que se denomina EA parece que vayan a continuar en las mismas condiciones; sea por las actividades que requieren de una interacción directa, por los espacios en los que se realizan, por el distanciamiento forzado de las potenciales personas destinatarias o por el abandono de este tipo de “inversiones” por parte de actores públicos y privados al considerar que se deben priorizar la respuesta a otras necesidades e intereses.

Los antecedentes son poco halagüeños: la crisis del 2008 asoló un campo ya de por si precarizado que, lejos de recuperarse en la década transcurrida, ha abocado a muchos y muchas profesionales de la EA a abandonar el campo y, en el mejor de los casos, a buscarse la vida en otros ámbitos profesionales (ocio y tiempo libre, turismo, deporte, cultura, etc.), en el mejor de los casos.

Desde el inicio de la pandemia se ha escrito mucho sobre la necesidad de revalorizar los servicios públicos como soportes esenciales para los tiempos de crisis. Incluso, algunos neoliberales reconocidos han elogiado e incluso han puesto en valor la sanidad pública, celebrando las bondades de un Estado fuerte, capaz de sostener y remendar los destrozos de una crisis imprevista –por lo menos para ellos – en su vertiente sanitaria, pero también en la económica. El coronavirus ha revelado, sin paliativos, las costuras de unos servicios públicos adelgazados, precarizados y vilipendiados.

Nos van a permitir no profundizar aquí en los múltiples debates sobre qué tipo de estructura pública reforzar y sobre cómo financiarla. Eso sí, no vamos a negar que nos gustan más los adjetivos “descentralizada”, “coordinada”, “participativa”, etc. y, sobre todo, que apostaríamos por unos servicios públicos centrados en la salvaguarda de los bienes comunes y del bien común.

En este contexto, ¿cabe considerar que la EA es o debería ser un servicio público?

Vayamos a la definición. Se entiende que los servicios públicos son el conjunto de bienes y actividades que, a través de su administración directa o indirecta, un Estado le garantiza a su población para que pueda, con mayor o menor diligencia, atender a sus derechos y responder a sus necesidades para alcanzar una mayor igualdad de oportunidades y mejorar la calidad de vida.

Sin duda, la Educación, en general, y la EA, en particular, encajarían en esta concepción, más aún en un contexto de emergencia climática como en el que nos encontramos, con la necesidad urgente de emprender transformaciones sociales y ambientales de gran calado, preferiblemente sin dejar a nadie en el camino. Lo que está en juego es, ni más ni menos, que la posibilidad de que nuestra especie tenga una vida digna en sociedades que combinen justicia y equidad social y sostenibilidad ambiental.

A la vista del débil peso de la EA en el sistema educativo y de las inercias seguidas por la mayor parte de las administraciones autonómicas y municipales, no es descabellado afirmar que la fórmula preferente para promover iniciativas de EA ha sido la gestión indirecta, dejando en manos de empresas, cooperativas y asociaciones la mayor parte de las iniciativas, actividades y proyectos. Esta fórmula no tiene por qué ser necesariamente mala, pero ha propiciado, a nuestro entender, una dinámica de precarización que ha dado lugar a múltiples contradicciones entre el compromiso ambientalista de muchos y muchas profesionales de la EA y la necesidad de subsistir. Y también ha penalizando la calidad y, sobre todo, la coherencia entre la oferta educativa real y los supuestos objetivos de una EA que permita avanzar hacia sociedades más justas, equitativas y sostenibles. En este contexto abundan trabajos generalmente mal pagados, en los que las precarias condiciones laborales a duras penas se compensan con altas dosis de voluntarismo que, a su vez, se pagan con grados crecientes de insatisfacción y burnout laboral. También tienden a priorizarse proyectos y actividades “para la galería”, diseñadas para el “lavado verde” de administraciones y empresas, sin aspiraciones reales de cambio; si bien, no pocas veces, queda el consuelo de que tales actividades caigan en manos de activistas del ambientalismo y el ecologismo, capaces de introducir pequeñas píldoras de crítica y rebeldía.

Con todo, la mayor parte de estas respuestas educativas, mímicas y desenfocadas, no parecen las más propicias para impulsar la transición socio-ecológica que demanda la emergencia climática, por identificar el reto ambiental más apremiante que hemos de enfrentar en este siglo. La alternativa resulta evidente, necesitamos una EA que contribuya a la resiliencia de nuestras sociedades y que, operando en el marco del desarrollo de los servicios públicos esenciales (sanidad, educación, protección social, etc.), se erija en una herramienta para enfrentar la crisis económica y ecosocial a la que nos aboca el mismo sistema que ha achicado y degradado constantemente estos servicios al compás de una ideología neoliberal hegemónica que abraza el dogma de la descomposición de lo público.

El escenario que impulsó la socialdemocracia en algunos países durante los años 50 y 60 del siglo pasado implicó un pacto social que ofrecía bienestar para expandir el consumo como ingrediente imprescindible para engrasar el crecimiento económico. Pero hace ya tiempo que el crecimiento, transmutado en fin en sí por el capitalismo global, es el problema. No vamos a entrar en detalle sobre los impactos sociales y ambientales de este modelo; únicamente diremos que, cuando suenan de nuevo las apelaciones keynesianas a recuperar cierto protagonismo del Estado en la economía, resulta absurdo insistir en la fórmula imposible del crecimiento infinito en un planeta finito. Es necesario repensar las nociones de progreso y bienestar, desligándolas del crecimiento. Para iniciar la transición que facilite este desacoplamiento es imprescindible incorporar la política ambiental a los pilares del bienestar. En la salida del abismo abierto por el Covid 19, la transición hacia nuevas formas de relacionarnos con la biosfera y entre nosotros mismos es un reto ineludible si lo que pretendemos como civilización es impulsar valores de equidad, justicia y sostenibilidad.

No será fácil. El combate, por decirlo de alguna forma, por el relato de la crisis y sus salidas se inició ya en los primeros días de la pandemia. El clamor prácticamente unánime que reclamaba una “nueva normalidad” ha ido transmutado progresivamente en una realidad que aspira a parecerse demasiado a la anterior; los que desmantelaron y privatizaron la sanidad y otros servicios públicos esenciales, después de momentáneos deslices pro-estatalistas, siguen queriendo adelgazar la inversión pública y minimizar la acción del Estado, sino explícitamente en nombre del mercado, si en el de una supuesta libertad que acabará por ser, fundamentalmente, la del mercado. En este debate, urge recolocar la EA como un servicio y un bien público esencial para la transición ecológica.

Cabría preguntar si el campo de la EA está preparado para ser un servicio público en esta emergencia permanente en la que estamos instaladas. Por suerte, pensamos que la mayor parte de los y las profesionales de la EA están más que preparados o, si no lo están, tienen una gran predisposición para estarlo en muy poco tiempo. Sin embargo, existen muchas inercias que cambiar. La primera de ellas, revertir la falta de recursos para dignificar y poner en valor la profesión; recursos que rompan el círculo vicioso de la EA concebida como ornamento, como actividad subsidiaria, infradotada económicamente e invisible en y para las políticas públicas. La EA tiene que dejar de ser una nota a pie de página de las políticas educativas y ambientales, para erigirse en un eje transversal, con su propia entidad y estructura presupuestaria e institucional.  De hecho, posicionar la EA entre las grandes prioridades del sistema educativo o de la agenda pedagógica de otros agentes sociales, públicos y privados, sería una extraordinaria forma de comunicar la gravedad y transcendencia de la crisis socio-ambiental a la que nos enfrentamos y la necesidad de reaccionar con urgencia para evitar que sus consecuencias sean demoledoras para la humanidad. De nada sirve declarar la “emergencia climática”, por ejemplo, si no se trasponen a la sociedad señales claras y consecuentes de alarma, que impliquen a la sociedad en las profundas transformaciones estructurales que se precisan para eludir las peores consecuencias de un clima desbocado.

En la redefinición del rol social de la EA hay fuertes inercias que enfrentar. La EA no puede ser, o no puede ser sólo, una forma de “acercarnos a la naturaleza”; tampoco un manual para separar residuos o para troquelar hábitos sostenibles en el hogar (apagar las luces, cerrar el agua, etc.); no puede ser una actividad más de las dirigidas al público escolar. La EA ha de ir mucho más allá para convertirse en un catalizador social y cultural de la transición ecológica. Palabras mayores.

La defensa de la EA como servicio público esencial no sólo requiere más inversión, también reclama proyectos a largo plazo con enfoques innovadores y orientados a la transformación social. Exige, por lo mismo, re-pensar el campo para ser capaces de construir e institucionalizar estructuras de acción pública resilientes. Se trata de instituir políticas públicas de EA en sintonía con otros sectores y servicios esenciales: la sanidad, el sistema agroalimentario, la educación, el urbanismo, la movilidad, etc. Y en todas las escalas y escenarios de la administración. Políticas dónde el apoyo mutuo, la cooperación y la necesidad de entender el mundo desde una óptica social y económica diferente sean la prioridad para poner en el centro el bien común y el cuidado de la vida. Casi nada…

Hagamos un poco de política ficción. Comencemos por algo muy básico: junto a la aprobación de la nueva Ley de Cambio Climático se activa un plan paralelo para poner en el centro la figura del profesional de la EA. Un plan que, con la correspondiente memoria económica, introduce a las educadoras ambientales en puestos clave de la administración autonómica y municipal, actuando como impulsoras y mediadoras de las medidas y proyectos que se pondrán en marcha para reducir nuestras emisiones y avanzar en la adaptación a las consecuencias ya inevitables.

Al mismo tiempo, también será necesario un decidido impulso de la EA en el sistema educativo. La articulación de un currículum de emergencia climática sería una forma contundente de comunicar a la sociedad la transcendencia y el potencial de amenaza de la crisis que enfrentamos. Y, otra vez, una nutrida plantilla de educadoras ambientales que entren en los centros (infantiles, de primaria, secundaria, formación profesional y universidades) y sirvan de punta de lanza para apoyar y acelerar el desarrollo de dicho currículo en todas las esferas de la actividad docente y académica.

En paralelo, como no parece muy recomendable olvidar el ingente trabajo y los aprendizajes acumulados en todos estos años por las pequeñas empresas y cooperativas de EA, se abriría una nueva etapa en la que los conceptos de “convenio colectivo justo”, “concurso público decente” y otras semejantes dejarían de ser aspiraciones utópicas y se convirtieran en normalidad para impulsar un sector privado digno y socialmente innovador.

En todo este proceso no podemos olvidarnos de ampliar y fortalecer las redes y alianzas estratégicas con los movimientos sociales: ecologismos, ecofeminismos, agroecología, etc., habilitando espacios de debate y diálogo permanente en los que poder incorporar críticas, propuestas y conocimientos.

Saber qué se está haciendo, cómo y con qué resultados será fundamental. La evaluación y análisis de los logros (y fracasos) tendría que ser un imperativo, habilitándose recursos y estructuras consistentes en el espacio y en el tiempo para el desarrollo de una investigación social y educativa que retroalimente con sus trabajos las acciones e iniciativas más transformadoras.

Los siguientes pasos tendrán que ser saltos obligados por la propia emergencia –no olvidemos que el cambio climático sigue mientras construimos nuestro particular cuento de la lechera–. Habrá que introducirse en todos los estamentos, incorporando las claves socio-ambientales (de verdad) en la planificación urbana, la gestión sanitaria, la política energética, la política cultural, etc.

Por supuesto, habrá quien, en medio de esta fábula, se empeñe en despertarnos con preguntas impertinentes: ¿y todo esto cómo se financia? También aquí tenemos alguna idea. Mucho se podría hacer en cuanto a la presión fiscal sobre las rentas más altas y las grandes corporaciones multinacionales, pero incluso creemos que una simple moratoria a nivel estatal en la construcción de carreteras, autopistas y demás derivados de asfalto sería más que suficiente para la contratación de todas las educadoras y educadores necesarios para impulsar una transición ecológica justa y socialmente participada. Incluso podría servir para reorientar recursos humanos del sector de la construcción hacia el sector primario, de enfoque agroecológico, por supuesto, que permitiese avanzar en la soberanía alimentaria y revertir la despoblación en la España vaciada. Por pedir…

A distintas escalas, con diferentes medios y con desiguales resultados, todas estas propuestas se han puesto en marcha en varios países y regiones. Apuntamos esto para evidenciar que se trata de decisiones políticas, posibles y, a nuestro entender, necesarias.

No se trata de aprovechar una oportunidad en tiempo de crisis. Es una necesidad para lograr la supervivencia digna en el planeta.


Una respuesta a “LA EDUCACIÓN AMBIENTAL COMO SERVICIO PÚBLICO (versión extendida) #EAServicioPúblico

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s